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Traducido por Malú Colorín y Ricardo Ibarra
Scott Comar hace su mejor esfuerzo para pasar desapercibido. Es profesor de historia en la Universidad de Texas, en El Paso (UTEP), mide 1.90m, obtuvo su título a la edad de cuarenta y cuatro años, escribió un libro sobre su adicción a la heroína que pocos han leído y da clases a 600 estudiantes por semestre. Tiene ojos enormes, cabeza en forma de huevo y la energía de un montador de toros: exhausto, pero siempre alerta. Su estado emocional oscila entre la desesperación y la esperanza. En algún punto durante nuestras conversaciones, ambos sentimientos comienzan a sonar como uno solo.
Comar tiene cincuenta y cuarto años. Sus amigos lo llaman un milagro por haber sobrevivido veinticinco años de activa adicción a la heroína. Antes de mudarse a El Paso, Comar vivió en Ciudad Juárez por nueve años. Primero, cuando era adicto a la heroína y posteriormente cuando era estudiante de la UTEP. Tanto en sus días de adicto, como cuando era un estudiante sobrio, se despertaba al amanecer y caminaba hacia el norte sobre el Puente Santa Fe: el punto de control para peatones entre los Estados Unidos y México. Como drogadicto pasaba sus días abordando a incontables personas que habían cruzado, con la historia de que necesitaba dinero para el pasaje a Nueva York. Cuando se recuperó, cada día llegaba a El Paso cuando salía el sol, cargando disquetes para poder imprimir su tarea.
Ciudad Juárez es la Mecca para un adicto a la heroína. Es barato, los cargos por posesión de drogas constituyen únicamente unas cuantas noches en la cárcel y la habilidad de ganar dólares mendigando o haciendo trabajitos en El Paso incrementa significativamente el poder adquisitivo de una persona en México. Estas son las cosas que Comar aprendió después de abandonar su trabajo como camionero y mudarse de Nueva York a Juárez en 1998. También es lo que varios ciudadanos estadounidenses que sufren de adicción a largo plazo me han dicho que hace a Juárez el lugar perfecto para vivir. Y no hay razón por la cual querrían volver.
“Pensé que la frontera era una oportunidad magnífica para redefinirme y volver a articular mi identidad”, me dice Comar. “Quería cambiar mi antigua vida porque ya no era feliz con ella, así que quería una vida nueva. Convertirse en algo nuevo es la esencia de la recuperación”.
Juárez provee condiciones más estables para un adicto que los Estados Unidos. En vez de pasar por una dolorosa abstinencia y tratar de descifrar la vida en un albergue para indigentes, en México es fácil encontrar donde vivir por menos de $100 dólares al mes. La heroína y la metadona cuestan la mitad y los usuarios tienen el beneficio de los programas de intercambio de jeringas en Juárez, los cuales son ilegales en Texas y otros diez estados. Además—como lo pone Howard Campbell, profesor de antropología en la UTEP e investigador veterano de las comunidades fronterizas ignoradas— los drogadictos fronterizos adquieren una aptitud bicultural que incrementa considerablemente su acceso a recursos en ambas naciones.
La imagen de Juárez como un paraíso para adictos únicamente surgió a mediados de los noventa. Mucho de ello como consecuencia de las políticas migratorias de los Estados Unidos, así como la aparición de las maquiladoras extranjeras y los crecientes problemas económicos de la ciudad que afectan a la gran mayoría de sus 1.39 millones de habitantes. Si Comar aún viviera ahí y estuviera drogado hoy en día, sus días serían aún más miserables, con filas para cruzar la frontera cada vez más largas y olas impredecibles de violencia. Pero para aquellos ciudadanos estadounidenses que viven de la misma forma que lo hacía Comar, cualquier cosa es mejor que la precaria existencia en el norte.
A Comar aún le encanta hablar sobre Juárez, aunque raramente regresa. Su forma de hablar es lenta y elaborada, cada palabra pronunciada es como la voz en un CD para aprender a hablar inglés. Conocí a Comar por primera vez en un restaurante de flautas en El Paso y después comencé a ir con él a las juntas de Narcóticos Anónimos (NA). Inmediatamente me cayó bien porque tiene un sarcasmo perfectamente sincronizado que siempre iba acompañado de una pequeñísima inclinación de la cabeza.
El verano de 1998, Comar llevaba seis meses sobrio cuando estacionó su camión en El Paso durante una entrega. Por instinto, lo primero que hizo fue cruzar el puente hacia Ciudad Juárez. La ciudad estaba experimentando uno de sus momentáneos destellos de prosperidad, sobretodo gracias al éxito de la industria maquiladora. Las áreas desérticas que alguna vez habían estado deshabitadas habían evolucionado para convertirse en calles bulliciosas y vecindarios. La mayoría de la ciudad tenía agua corriente y más escuelas primarias y secundarias habían comenzado a surgir.
La heroína mexicana funciona igual y cuesta la mitad que en el norte. Comar hizo unas cuantas entregas más antes de apurarse a vender su camión por $5,000 dólares y mudarse permanentemente a Juárez. Pronto, estaba rentando una pequeña casa de una habitación por $50 dólares al mes. Encontrar una red de amigos con los cuales drogarse fue fácil también y Comar era un consumidor honesto y leal. “Tuve suerte ahí”, dijo mientras me contaba una historia sobre cómo alguien le pasó suavemente un cuchillo sobre el estómago cuando estaba en fila para comprar drogas. “Estás lidiando con narcotraficantes, pero también con personas de campo que son sinceras y no están corrompidas al cien por ciento.”
Casi treinta años de historias en primera plana sobre drogas y asesinatos han eclipsado cualquier otra reputación que Juárez pudiera tener. Es fácil romantizar los lugares sórdidos y oscuros. Durante mucho tiempo, escritores y periodistas han sido atraídos por las tenues luces parpadeantes de las cantinas y las inexplicables montañas de escombro que rodean a la complicada red de narcotraficantes y asesinos en Juárez. Pero hay taxistas que te convencerán de cantar con ellos una canción de la radio, cubanos vendiendo comida frita en las banquetas y kilómetros y kilómetros de árida tierra color café, cubierta por un sinnúmero de viviendas de cemento y madera que hacen que quien visita contemple el misterio de todo ello.
En lo profundo de esas tierras baldías, el pastor José Antonio Galván dirige un hospital mental y centro de rehabilitación llamado Visión en Acción. Tiene una figura alta y rechoncha, con cabello impecable estilo Richard Gere, y se dirige a sus más de cien pacientes como si fueran sus hijos o sus abuelos. Ha casado a varios pacientes en bodas grupales y ha contratado a algunos de los estabilizados como personal de tiempo completo. De hecho, la única trabajadora que no es paciente es una enfermera que va unas cuantas veces a la semana.
Todomundo lo llama “El Pastor”, usa túnicas color merlot y va cubierto de pies a cabeza en seda china color negro. Mientras me mostraba las instalaciones, entramos al patio central en donde unos cincuenta pacientes pasan el día sin hacer nada. Cuando pone su mano sobre el hombro de algún paciente o les choca la mano, lo miran como si fuera la brillante luz blanca que han estado esperando.
Justo como casi la mitad de la población en Visión en Acción, El Pastor también fue un drogadicto. Pasó 12 años viviendo en Los Ángeles, trabajando como capataz antes de que lo arrestaran por posesión de drogas y lo deportaran en 1985. “Terminé como un loco viviendo en las calles de Juárez, ¡el mayor manicomio de todos!”, dice. “Un día estaba caminando por ahí tomándome una caguama y fumándome un porrito cuando un predicador me vio y gritó ‘¡Arrepiéntete, hijo del diablo!’”.
Ese fue su momento de despertar. Fue así como comenzó a construir él mismo su improvisado asilo mental en el desierto y manejaba por ahí recogiendo a los drogados y enfermos mentales para ingresarlos. Los pacientes no pagan nada por quedarse ahí y cada día recibe cerca de veinte personas que son deportadas de los Estados Unidos.
El difunto cronista de la frontera Charles Bowden era muy buen amigo del pastor. Bowden llevaba minuciosos registros de los feminicidios en Juárez y sus escritos hacían ver a la ciudad tan depravada y miserable como lo anunciaban las primeras planas. En su oficina, Galván tiene un tríptico-cartel con fotos pixeladas de Bowden y me mostró un extraño video en cámara lenta de él hablando en un sillón. En su libro La Ciudad del Crimen, Bowden se refirió a Visión en Acción como “el lugar loco” y llamó al pastor “un lente pequeño, y si ves a través de este lente, ves a estas personas invisibles porque él es su última y única esperanza”.
Yo no veo ninguna esperanza en Anthony, quien llegó a Visión en Acción hace unos días. Ha estado durmiendo en una jaula un poco más ancha que su cuerpo mientras se abstiene del cristal con ayuda de varios medicamentos.
“¿Estamos en Juárez?”, me pregunta Anthony. Los papás de Anthony le dijeron que lo estaban llevando a casa de un amigo para quedarse ahí. “[Ellos] me tiraron aquí y dijeron ‘bye’”, dice mientras suelta una risa nasal.
Platicamos en una mesa de picnic. Descansa su cabeza sobre su delgado codo porque está mareado. Las treinta o cuarenta moscas grandes y negras que vuelan sobre nosotros se camuflajean en su barba cuidadosamente recortada. Una pequeña mujer sin dientes camina hacia nosotros y me acaricia la cabeza. “Es linda”, dice él. Todas las personas que ha conocido en el centro le han caído bien hasta ahora, pero no cree necesitar ayuda.
Anthony tiene veinticinco años y ha vivido en El Paso toda su vida. Sus papás son residentes estadounidenses de México y, en palabras de Anthony “de pronto se preocuparon demasiado por mí”. Los culpa por no haber sabido del programa de Dotados y Talentosos en su preparatoria, el cual—según él— podría haberlo puesto en un mejor camino, lejos de las drogas.
Anthony comienza a llorar cuando le pregunto cómo comenzó a usar cristal. “Lo intenté porque estaba enamorado de un chico, y no me gustaba, pero realmente me gustaba él y supongo que quería pasar más tiempo con él. Realmente no quería hacerlo”.
La aflicción es un catalizador común para las adicciones. “Las personas que no pueden encontrar o recibir amor deben encontrar sustitutos—y ahí es donde entra la adicción”, escribe el médico y experto en adicciones Gabor Maté en In the Realm of Hungry Ghosts. El Paso Cuatro en el Programa de 12 Pasos de Narcóticos Anónimos explica que, para los adictos, los vínculos saludables son inalcanzables debido a su necesidad de dominar una relación o depender demasiado de ella. Tanto Comar como los demás ciudadanos estadounidenses con quienes hablé y que habían dejado que sus adicciones crecieran y se intensificaran en Juárez tenían historias de amor fallido. Pero la ex novia o la ex esposa juegan solamente un papel menor—la muerte de su romance únicamente les dio el impulso para saltar del borde en el cual ya habían estado parados por años.
Un matrimonio fallido es lo que llevó a Pete a México. Había vivido una vida de rutina ordinaria por varios años en Phoenix, trabajando como ingeniero y formando una familia, hasta que su esposa le pidió el divorcio. “No lo vi venir. Yo era estudiante de tiempo completo y trabajaba de tiempo completo. Ella nunca me veía, así que eso pudo haber sido parte de la razón, pero ella pudo haber dicho algo”, me dice encorvado, sentado en su cama que ocupa la habitación principal de su departamento. Su casa se siente como una cabaña de playa abandonada. Hay flores falsas y desnudos salidos de revistas ochenteras pegados a las paredes. Su televisión gigante de pantalla plana muestra un documental de crimen verdadero y dos chihuahueños bebés duermen a nuestros pies.
Pete es muy pálido; su piel y cabello largo son casi del mismo tono blanco. Tiene 68 años y parece un viejo Chet Baker, con la misma mandíbula cuadrada y las arrugas gruesas. Pete me dice que cree haber conocido a Comar durante sus días en Juárez. Pero realmente pudo haber sido cualquiera de los drogadictos blancos que estaban ahí en los noventa. En un punto era difícil no verlos, pero hoy en día, Pete estima que hay alrededor de 50 ciudadanos estadounidenses viviendo en Juárez.
En 1985, después de firmar los papeles del divorcio, Pete se mudó a la ciudad de Chihuahua por un contrato de ingeniería. En su camino de vuelta al norte paró en Juárez y decidió quedarse. Rápidamente se unió a la comunidad de afroamericanos ahí. “Estaban felices y no tenían miedo de vivir ahí”, dice. De acuerdo a Howard Campbell, profesor de antropología de la UTEP, en un punto hubo alrededor de 200 afroamericanos viviendo en Juárez, la mayoría provenientes de la base militar Fort Bliss en El Paso. “Los hombres mexicanos copiaron el estilo de gestos con las manos y lenguaje de los negros”, escribió en un estudio con el también profesor de la UTEP, Michael Williams. Los afroamericanos consideraban a Juárez como “una utopía alternativa al racismo blanco y un lugar para recrear un mundo afroamericano híbrido y vibrante”.
Pete era un alcohólico viviendo en Juárez cuando comenzó a salir con una mujer que lo convenció de que el crack lo haría beber menos. “El crack era demasiado adictivo, así que decidí ¿por qué no probar la heroína?”. Según Pete, es tanto más fácil engancharse con la heroína como obtener ayuda para controlar la adicción en Juárez, ya que las drogas y la metadona son más baratas y no hay tanta burocracia del servicio de salud como en los Estados Unidos. Unos cuantos días al mes cruzaba la frontera para tomar el camión al Walmart de Cielo Vista y sentarse junto a la puerta corrediza con un letrero que decía “veterano de guerra necesita ayuda”. En algunas horas usualmente conseguía alrededor de $80 dólares.
Después de que un supremacista blanco mató a veintidós personas el 3 de agosto de 2019, Pete dejó de ir a Cielo Vista y no ha encontrado otro lugar para instalarse con su letrero. Con la pequeña pensión que recibe le alcanza para su renta de $80 dólares al mes y puede pagar su metadona, heroína, comida, paquetes de naloxona y unos cuantos dólares para que su vecino Ethan—otro adicto estadounidense que vive en Juárez— lo vaya a ver una vez al día y asegurarse de que sigue vivo.
Vivir con dólares estadounidenses en Juárez le da a una persona mucha libertad, fácil, y también le ha permitido a Pete hacer muchas amistades. Como dice él “las personas no se olvidan de ti acá”. ¿Pero cómo funcionan las amistades transaccionales en la quinta ciudad más mortal del mundo? “Tengo una libreta de notas. Cada página tiene como veinte renglones y hay cuatro páginas llenas con los nombres de quienes me deben dinero. El 90 por ciento de esas personas están muertas”, dice.
Es fácil confundir el miedo con la euforia. Bowden llamaba al miedo “casi como un evento especial”. Al aterrizar en Juárez siempre me percato del olor a perro mojado y los incontables limpiaparabrisas que intentan desesperadamente lavar tu carro en movimiento, pero no percibo la violencia y no siento miedo. Más bien hay una curiosidad nerviosa y emocionante sobre lo que podría pasar.
Un amigo en El Paso me contó sobre una conocida, una joven que había sido secuestrada en el Puente de Santa Fe, y luego encontrada muerta por su madre en un sucio cuarto de motel. Pienso en ella cuando un taxista se ofrece a llevarme a un festival, en lugar de mi destino original; acepto y vemos la danza de los matachines. La mujer vuelve a mi mente cuando un cantinero me dice que nunca hable de las adicciones en público, porque no sabes quién esté escuchando, y reaparece una vez más cuando me dan un recorrido por varios picaderos. Sin embargo, estos son eventos especiales, y quiero acompañarlos.
“La trayectoria de la drogadicción en Juárez está muy influenciada por la política de los Estados Unidos”, dice María Elena Ramos Rodríguez, directora del Programa Compañeros, el único centro de reducción de daños en Juárez. Hasta principios de la década de 1990, miles y miles de mexicanos y ciudadanos estadounidenses podían cruzar libremente la frontera sin ser molestados si olvidaban su licencia de conducir o pasaporte. El delito de tráfico de drogas era manejado estrictamente por la policía, y en 1992, hubo aproximadamente cincuenta y ocho homicidios reportados, un número relativamente bajo en comparación con los 1,499 del año pasado.
En 1993, la violencia se intensificó significativamente cuando el líder del cártel de Juárez, Amado Carrillo Fuentes, comenzó a pagar a sus narcotraficantes con cocaína en lugar de dinero. La pandilla se estaba expandiendo y también sus excesivas drogas. Las autoridades de la ciudad demolieron el distrito de Mariscal, el epicentro del trabajo sexual y la venta de drogas, en un intento por mejorar la reputación de la ciudad. Derribar los burdeles y bares tuvo un efecto de fumigación, y posteriormente el vicio corrió escurriéndose por todos los vecindarios de la ciudad. La heroína pasó de estar aislada a unos pocos vecindarios en Mariscal y sus alrededores a ser fácilmente accesible a través de Juárez. El precio también comenzó a caer; desde $20 dólares por dosis hasta alrededor de 2.50-4 dólares, que es lo que cuesta hoy.
Ese mismo año, el recientemente nombrado jefe de la patrulla fronteriza de los Estados Unidos, Silvestre Reyes, implementó la Operación Bloqueo, una medida que evitó que los trabajadores indocumentados ingresaran a El Paso y puso un mayor escrutinio a los mexicanos que trabajaban ilegalmente con visas temporales. La política fue una de las primeras fisuras en la relación de Estados Unidos con México. “Antes, la heroína no estaba tan disponible en Juárez. Luego vino la Operación Bloqueo, y comenzó a tener una fuerte presencia”, dice Julián Rojas Padilla, coordinador de proyectos en el Programa Compañeros y especialista en reducción de daños. “Ya no podían traerlo a los EE.UU. con tanta facilidad, por lo que tuvo que quedarse aquí localmente, y muchas personas comenzaron a usarlo”.
Con la política de Reyes vigente, las miles de personas indocumentadas que solían trabajar en Texas o Nuevo México, y que regresaban a Juárez después de sus turnos, ahora enfrentaban opciones extremadamente limitadas para ganar dinero. Sin embargo, la creciente economía local de drogas ofreció carreras viables para los ex trabajadores transfronterizos y muchos otros recurrieron a las maquiladoras, que estaban creciendo rápidamente en número y hambrientos de trabajadores. A principios de la década de 1990, pagaban $1.77 por hora, un salario devastador, especialmente considerando que el peso estaba valorado en alrededor de 3,000 por dólar en 1991.
Las maquiladoras fueron las principales responsables del auge poblacional en Juárez, que aumentó de 567,000 residentes en 1980 a 1.2 millones en 2000. Las tasas de abuso de drogas incrementaron en la medida que más y más maquiladoras abrían en toda la ciudad. Muchas de las plantas son lugares miserables. El trabajo es agotador, peligroso y plagado de acoso sexual y jerarquías intimidantes.
Ricardo pensó que podría conseguir trabajo en las maquiladoras cuando se deportó voluntariamente a Juárez en 2007 a la edad de treinta años. Ricardo es bajo y delgado, y habla arrastrando un lento acento texano. Como muchas personas que caen en la adicción después de mudarse a Juárez, Ricardo nunca antes había usado drogas duras. “Fue más fácil para mí engancharme a la heroína porque estaba lejos de mi familia”, dice. “Sentí que no tenía amigos. Cuando llegué aquí pensé, ¿por qué tomé esta decisión? Todo y todos los que necesito todavía están allá”.
En Houston, donde creció, Ricardo temía la idea de ser arrestado nuevamente y pasar más tiempo en prisión. Ya había cumplido cinco años por robo a mano armada, y una pandilla de la prisión le dijo que lo iba a matar, por lo que decidió hacer su último año y medio confinado al aislamiento. Una vez fuera de prisión, perdió su residencia y luego a su novia, por lo que pensó que debería mudarse a México donde no tendría que esconderse del Servicio de Aduanas e Inmigración (ICE, por sus siglas en inglés).
Ricardo ha pasado por mucha terapia en el Programa Compañeros. Puede hablar sobre su miedo libremente. Su miedo a ser arrestado, su miedo a nunca poder dejar la heroína. Su miedo a que su hija no sea criada correctamente. El miedo es la semilla de la adicción, y los investigadores han señalado durante mucho tiempo que los adictos tienen más miedos y preocupaciones que aquellos que no luchan contra el abuso de sustancias. El Paso Siete en los Doce Pasos, dice: “El principal activador de nuestros defectos ha sido el miedo egocéntrico”. La autora de Unbroken Brain y periodista especialista en adicciones, Maia Szalavitz, ancla su adicción a la heroína y la cocaína en su obsesivo miedo a la muerte. Durante años, mi hermana Erin, en Massachusetts, no sabía cómo articular su miedo. Primero se enganchó con OxyContin a los 17 años, casi al mismo tiempo que nuestro padre murió de cáncer. Fue un año después cuando una amiga suya me llamó para decirme que ella tenía un problema. Cuando le pregunté a Erin recientemente sobre lo que la hizo comenzar a usar, dijo: “Tenía miedo a la vida, porque no entendía la muerte. Me sentí abandonada por mi papá. No quería pensar en lo que eso significaba para mí o mi futuro”.
Existen grandes y obvias diferencias entre los niños de clase media de Nueva Inglaterra que son adictos secretos y los ciudadanos estadounidenses que viven en la miseria en Juárez, y son profundamente adictos a la heroína. Pero lo que tienen en común, y que los deportados como Ricardo no comparten, es el lujo de ignorar su miedo. Mi hermana y sus amigas se escondían en las habitaciones de sus acogedoras casas de la infancia, elevadas con pastillas que podían robar o comprar fácilmente a bajo precio. Del mismo modo, los dólares que los drogadictos fronterizos buscan durante el día aseguran que siempre podrán pagar las drogas y nunca tendrán que quedarse sin hogar como Ricardo, y cuando se enferman, pueden recibir atención médica confiable en El Paso.
La adicción se considera en gran medida una condición hereditaria. Un estudio del Instituto Nacional de la Salud descubrió que el abuso de sustancias se hereda en una tasa entre 40 y 70 por ciento, con la ansiedad y la impulsividad siendo predictores sintomáticos. Matt creció en Fremont, California, con un padrastro en los Hell’s Angels y una madre adicta al crack. Es larguirucho con una cola de caballo gris bien atada a la nuca y, en otras circunstancias, podría pasar por un consejero de preparatoria o empleado en una tienda de guitarras. Pero en cambio, es un adicto vagabundo que ha estado viviendo en una choza hecha de tarimas y cartón en el patio trasero de un amigo en Ciudad Juárez.
Después de salir de prisión en 2001, Matt fue a Roswell, Nuevo México por capricho, pero no le gustó, así que decidió visitar El Paso. No estuvo allí ni una hora cuando entró a Juárez. “Tuve el mejor momento de mi vida con $50 dólares. Compré cigarrillos, una habitación y me emborraché; no podía creer que pudiera pagar eso”, dice. “Así fue, y desde entonces he estado aquí”. Matt a menudo espera en la fila del puente durante dos horas y media para cruzar a El Paso, donde muestra un letrero pidiendo algunas monedas.
Matt ha intentado las reuniones de NA y ha estado entrando y saliendo de rehabilitación varias veces. Campbell alentó a Matt a aplicar a la UTEP, donde duró dos años. “Matt ya podría haber muerto unas 100 veces, pero es bastante resiliente”, me dice Campbell. En un momentos presentó Matt a Comar y la reunión fue como el fantasma del pasado y el futuro de Navidad obligándose a entablar una conversación. Ninguno de los dos se agradaba, por decir lo menos.
Matt no tiene la esperanza que tenía Comar cuando estaba deprimido. En cambio, ha encontrado consuelo en vivir al borde de la muerte. En noviembre de 2002, Comar vivía en el sótano de un amigo cuando decidió limpiarse de una vez por todas. Si hubiera estado en los Estados Unidos, habría estado durmiendo en un refugio para desamparados, un túnel o en algún nicho en la calle. Campbell considera que Comar ha estado transnacionalmente sin hogar; fue capaz de obtener algunos medios de refugio debido a sus conexiones hechas en Juárez.
“No podría haberme limpiado si hubiera tenido algún flujo de efectivo. Así que tuve que estar totalmente deprimido, sin hogar y en mi último tramo”, dice Comar. “Eso es lo que me permitió rendirme totalmente a lo desconocido, y lo desconocido fue el viaje de recuperación”.
Comar dice que no durmió durante treinta y ocho días mientras pasaba por su salida final en un centro de tratamiento en el Condado de El Paso. Fue allí donde encontró una suerte extraordinaria cuando otro adicto en recuperación le ofreció un apartamento gratis en Juárez. Pronto encontró un trabajo de medio tiempo moviendo muebles en El Paso, comenzó a ir a las reuniones de NA, se casó y se inscribió en las clases de El Paso Community College.
En los últimos años, la conexión de Comar con Juárez se ha debilitado. Disuadido por la nostalgia, las largas líneas fronterizas y los miserables oficiales de inmigración, sus visitas son mucho menos de lo que solían ser y, en cambio, se enfoca en sus luchas en El Paso. “Si realmente quieres saber la verdad, hay momentos en mi vida en los que siento que estoy tan cerca de estar sin hogar nuevamente por el estado de la economía y mi situación laboral”, me dice. “He estado enseñando por tiempo completo durante casi tres años, como profesor adjunto por semestre, y cuando estoy luchando con las clases y tratando de ahorrar y decidiendo qué voy a hacer, siento que me estoy volviendo loco otra vez”.
En su libro Border Junkies, Comar escribe que encontró una sensación de “novedad y oportunidad” en Juárez. Una especie de perspectiva donde todo está mejor en otra parte, combinada con la realidad de que la adicción es una experiencia mucho más liberadora en México. Es una noción tranquilizadora para un adicto saber que tendrá vivienda más barata, drogas y menos responsabilidades legales. Dicho esto, en un momento en que la falta de vivienda está aumentando en las ciudades de los EE.UU. y, por el mismo motivo, las tasas de adicción a las drogas se han disparado, alimentar una adicción a la heroína en una ciudad fronteriza podría ser el comienzo de una tendencia, y estamos viendo cómo se desarrolla esta evidencia. Según Said Slim Pasaran, coordinador de programas sociales en Verter A.C., un centro de reducción de daños en la ciudad fronteriza de Mexicali, el 10 por ciento de sus clientes son ciudadanos estadounidenses. Un informe de Univision encontró que 90 por ciento de los pacientes en la Clínica Nuevo Ser, un centro de rehabilitación en Tijuana, son ciudadanos estadounidenses nacidos de padres inmigrantes. Es difícil decir si la adicción y la falta de vivienda se han convertido en una responsabilidad binacional o, como suele dictar la historia, EE.UU. incidentalmente empujó el problema a México, con la esperanza de nunca tener que lidiar con él.
Sin embargo, México es empático con las cargas entregadas por los EE.UU. “La pobreza es tan endémica para la sociedad mexicana que alguien caminando y luchando y pidiendo dinero, es una especie de norma”, dice Comar. “Si no fuera yo, hubiera sido otra persona”.
Y él no sería el último.